lunes, 24 de septiembre de 2012

Milos Meisner en tierras italianas. "La muñeca rusa", inicio (fragmento)


Foto: A. Cassanelli
"La muñeca rusa" se ha hecho 790 km, por tren y carretera, de Venecia a Bari... Me imagino a Milos disfrutando del viaje... También  me han dicho que anda por Nebraska, La Solana y Sevilla... ¿Cómo debe ser empezar a leer un libro en Venecia? ¿Y leerlo poco a poco hasta esperar terminarlo frente al Adriático una mañana de sol? Se me ocurren mil libros para hacerlo, si alguien ha elegido éste, ¿quién soy yo para censurarlo?

LA MUÑECA RUSA. Ed. La internacional Samizdat, 2012, Col. Lunática.
CAP 1. (fragmento) pág 11,12


La noche en la que el ejército soviético entró en Checoslovaquia, Milos Meisner interpretaría el ruido de los tanques por las calles de Praga como la gran y estúpida ironía que iba a definir su vida, asaltándole entonces el deseo angustioso de escapar de su pequeño piso de la calle Na Hrázi, del hospital psiquiátrico donde trabajaba como celador, de salir de Praga, de abandonar Checoslovaquia, de exiliarse de su vida, como si esa fuga pudiese darle la calma y el consuelo que creía necesitar. Fue al asomarse despacio a la ventana y ver un tanque en su propia calle cuando recordó a Irina, y el miedo que le asaltó hizo que volviera a oír en su cabeza la risa incontenible de su amigo Pavel Sisak y el escritor Bohumil Hrabal, cuando un par de días antes les contaba que se sentía culpable y en cierto modo una persona inmoral porque se había enamorado de una paciente rusa del hospital que decía ser hija de un cosmonauta ucraniano perdido en el espacio cuya vida había sido borrada por las autoridades soviéticas; unas risas que no ha vuelto a oír nunca más, la de Pavel como la de un grajo luminoso y la de Bohumil igual que la de un hermano mayor que sabe cosas que nosotros nunca podremos saber; los tres ebrios, felices y asustados; él mirándoles y descubriendo ese fuego en los ojos de los que no tienen miedo a nada y a la vez están aterrados por todo.
Estamos en 1968 y, por extraño que parezca, casi nadie imaginaba que la invasión de Checoslovaquia por parte de las fuerzas del Pacto de Varsovia realmente iba a ocurrir. Hacía más de un año que Irina Belokoneva había aparecido en el hospital mental de Praga y nueve meses desde que se habían iniciado las reformas democráticas de Dubček. La noche del 20 de agosto de 1968 se oyeron las explosiones de algunos obuses fortuitos a lo lejos, como si la brutalidad y la represión que se avecinaba quisiera entrar llamando a pesar de no estar invitada, tamborileando sobre el ruido de tanques, anunciando que, por muy cruel, injusto y desolador que pareciese, todo estaba a punto de terminar.  

Foto: A. Cassanelli

1 comentario:

Maje dijo...

Era el único libro que podía (y debía) hacerse ese viaje :-)

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