jueves, 5 de mayo de 2016

Hijos del espacio: soñadores, cosmonautas y otros selenitas. Artículo en Filosofía Hoy, número 55. Mayo 2016.


La búsqueda de una publicación a la que le interesara el siguiente artículo casi hace que tirara la toalla. Trata sobre la historia de los viajes espaciales (lunares principalmente) a lo largo de la literatura. Nadie lo quería... Tampoco sé por qué me empeñaba. Bueno, sí; el artículo me gustaba. Al final, la revista Filosofía Hoy, donde colaboro a menudo más por motivos emocionales (me ha traído una buena amistad) que económicos (no hay), lo quiso. Me pidió revisarlo. Algo le faltaba. Y era cierto. El artículo era una vuelta de un capítulo desechado de "La muñeca rusa", un capítulo que no encajaba en ningún sitio y que quedó perdido en la carpeta de "notas". Al contrario que con la novela que acabo de terminar, en la que todas las notas han sido borradas, aún aparecen cosas sueltas de "La muñeca rusa". A la par, otra revista (La aventura de la Historia) me habían encargado unos artículos sobre Sergéi Pavlovich Korolev, el Diseñador Jefe, y revisando notas, encontré ese escrito. El encargo me llenó de alegría, por qué no decirlo, ya que me vino por sorpresa y en un momento que necesitaba sentir que lo que escribía era valorado de alguna manera. Me puse a revisar mis libros y notas sobre Korolev y encontré ese capítulo perdido. Lo corregí un tanto a la ligera, para ver si encontraba el tono para encarar la biografía sobre Korolev. Cuando Pilar (la editora de Filosofía Hoy) me dijo que le gustaba pero que le faltaba algo, obsesionado como estaba por el tema, me agobié y no paré de darle vueltas. De madrugada lo encontré. Me levanté y apunté apresuradamente cuatro notas para no olvidarlo. Gran parte de la historia de ese lienzo literario se vio influido (y truncado) por el éxito de Ptolomeo en detrimento de, sobre todo, otro escritor diametralmente opuesto (Luciano de Samosata). Por cuestiones de espacio, en el número de Mayo de Filosofía Hoy ha aparecido algo recortado (pero no mucho).  Aquí incluyo el texto completo. Quien haya leído "La muñeca rusa" verá claramente por qué no encajaba (lo "relataba" el librero tras la confesión de Milos Meisner de los motivos que lo llevaron a Toulouse), pero eso lo digo solo como anécdota, porque tal y como está no se nota. 
Por último añadir que las imágenes que ilustran el artículo son viejos carteles soviéticos, preciosos por otro lado, de la época de la Carrera Espacial.


Hijos del espacio: soñadores, cosmonautas y otros selenitas.

La Luna sigue estando demasiado lejana. Durante siglos los hombres han deseado llegar hasta ella y se han imaginado y escrito libros sobre esos viajes soñados; leyendas chinas, griegas y aztecas lo prueban. Obviando al venturoso profeta Elías saliendo disparado a los cielos en un carro de fuego o al pobre Ícaro un instante antes de caer, fue Plutarco uno de los primeros que teorizó sobre la Luna más allá de los mitos, al igual que Tales y Aristóteles. Se dice en El Corán que Mahoma viajó por los espacios interplanetarios, y en el Kalevala, canto épico del pueblo finés, también se habla de otro viaje a la Luna, esta vez de una abeja.





Sin embargo, fue en el siglo II de nuestra era cuando se vivió una lucha fratricida entre dos pensadores, dos personalidades seguramente opuestas (Luciano de Samosata y Ptolomeo), que marcó durante más de diez siglos el destino de los hombres en muchos aspectos, y ninguno de ellos baladí (el Jorge de Burgos del gran Umberto Eco sería el paradigma del hombre-pensador-religioso-salvaguarda-de-la-moral que surgió de ello). Luciano y Ptolomeo nunca se conocieron ni polemizaron, pero sus respectivas obras sí. Luciano de Samosata escribió una obra satírica sobre los habitantes de la Luna (Una historia verdadera, también llamado Relatos verídicos en la edición de Gredos), un libro del cual han bebido todos los autores posteriores, desde Cyrano hasta Verne e Italo Calvino. Pero este libro era algo más, pues pone en tela de juicio la religión y sus dogmas, así como a los filósofos y sus escuelas, desacreditando a todos ellos. Luciano también escribió otra obra llamada Ícaromenipo, donde hizo volar a Menipo de Gadara desde el Olimpo hasta la Luna con un ala de águila en una mano y una de buitre en la otra, pero sin la potencia destructora de Una historia verdadera. Por su parte, la obra de Ptolomeo discurrió por otros cauces menos peligrosos para la tranquilidad social que la sátira del de Samosata. El famoso astrónomo alejandrino se dedicó a sistematizar y compilar un innumerable número de datos y doctrinas de geógrafos, astrónomos y filósofos, creando lo que se conoce como “Sistema Ptolemaico”, en el cual daba cuenta de la arquitectura física del universo. El él, la Tierra, formando un globo, está en el centro del universo, y el Sol, la Luna y las estrellas giran alrededor, en, dato importante, órbitas circulares y con movimiento uniforme. Señalo esto último como importante porque fue esa dogmatización de esos dos conceptos claramente aristotélicos lo que provocó el estancamiento durante siglos no sólo de la Astronomía, sino de la propia Física como ciencia. La sucesiva proliferación de epiciclos (algunos sin más remedio que ser concebidos como excéntricos) “salvaban las apariencias” de la supuesta irregularidad de los movimientos celestes. Esta férrea y alambicada concepción del cielo (Caelus, del cosmos) encadenó todo avance técnico y científico a una pesada bola, la cual, sumada a la poderosa institución eclesiástica como salvaguarda filosófica y moral de un mundo feudal, espejo de dicho dogma católico en lo ideológico y pilar del vasallaje y la división de la sociedad en nobleza, clero y estado llano, impidió, entre otras cosas, la escritura y divulgación de fantasiosas aventuras espaciales. Paradójicamente, la victoria de Ptolomeo trajo consecuencias nefastas para los que soñaban con surcar los cielos y llegar a las estrellas, pues resulta difícil imaginar a nadie escribiendo sobre volar a la Luna o a Marte, sabiendo que, a las consabidas dificultades técnicas, habría que sumarle el agobio de atravesar una innumerable cantidad de endiablados epiciclos encapsulados en esferas de cristal.

De nada sirvió que los chinos derrotasen en 1232 a los mongoles usando proyectiles, pues no fue hasta la llamada “revolución copernicana” que las mentes de literatos, inventores y lunáticos varios pudieron sentirse libres de nuevo. Dicha revolución no fue sencilla ni rápida, y mucho menos indolora (no sólo por la hoguera se le llamó revolución). Tampoco fueron pocos sus actores: Al citado Copérnico hay que sumar como mínimo a Tycho Brahe, Johannes Kepler, Giordano Bruno y  Galileo Galilei, siendo quien remató la jugada un soberbio Isaac Newton, que fue quien estableció la fórmula matemática de aquello a lo que nos enfrentábamos si queríamos salir volando de la Tierra: la Gravedad. Sin embargo, una década antes de que se publicase De revolutionibus orbius coelestium de Copérnico (póstumamente por Andreas Osiander, siempre hay que decirlo), el poeta Ludovico Ariosto narró en Orlando furioso (1532) cómo Astolfo, hijo de Otón, rey de Inglaterra, viaja a la Luna en un Hipogrifo. El famoso Cyrano de Bergerac, un siglo después, narra también otro viaje a la Luna; esta vez es él su protagonista y afirma que los selenitas tienen enormes apéndices nasales como señal de inteligencia y virilidad. En las mismas fechas, dos obispos ingleses, Goldwin y John Wilkins, escriben sendos libros sobre aventureros camino de la Luna. Un profesor de matemáticas de la Universidad de Ferrara, el jesuita Francesco de Lana-Terzi, elaboró, entre el 1648 y el 1692, un interesante proyecto de astronave, incluido en uno de los volúmenes de su doctísima obra Magisterium naturae et artis. Dicho diseño es un anticipo del aerostato que aparecerá, cien años más tarde, con los hermanos Montgolfier. De 1634 también es Somnium, escrito por Johannes Kepler y considerada por Issac Asimov como el primer relato de ciencia ficción como tal; en él, el astrónomo alemán citaba explícitamente a Luciano. Así comenzaba la rehabilitación del escritor griego. El samosatense influyó enormemente a los escritores del Siglo de Oro español, llegándose incluso a calificar el relato satírico-fantástico como lucianense. Cervantes (lector de Luciano), utiliza técnicas narrativas del greco-sirio en El Quijote. Pero lo que terminó de prender la mecha de la imaginación de poetas y marcianos fue Juan Heveluis (1611-1687), que demostró que alrededor de nuestro satélite el aire estaba, por lo menos, muy rarificado. La Selenografía de Hevelius fue publicada en 1647 y causó gran impacto en la comunidad científica y literaria. En 1672 la ciencia escaló otro peldaño de cara a ver realizados los sueños de los viajeros espaciales. En esa fecha, Giovanni Cassini logró efectuar la primera medición, bastante aproximada, de las distancias entre los planetas. Aún así, todavía era preferible continuar confiándose a la fantasía, enlazándola con la realidad aunque fuese de forma disparatada, pues de otro modo no se explica cómo logró El Barón de Münchhausen subir a la Luna para recuperar su hacha de plata, sirviéndose de una planta de judía de España, que creció en un abrir y cerrar de ojos.



El escritor dálmata Bernardo Zamaga, en 1768, presentó en un libro titulado Navis Aeria, un proyecto de astronave que recuerda al de Lana-Terzi. No obstante, don Bernado, impresionado por la distancia entre los planetas señalada por Cassini, no se atrevió a empujar su astronave por los caminos que conducen a la Luna. Se limitó a hacerla volar (con la imaginación, se comprende) alrededor de la Tierra.

El propio Newton proyectó una nave cósmica a reacción, y François Voltaire hizo viajar por los cielos a un habitante de Sirio y a otro de Saturno. Otro francés de sintomático nombre, Louis Guillaume de la Follie, escribe, en 1775, El filósofo sin pretensiones. El protagonista es un habitante de Mercurio, inventor de una máquina volante.

Sirio… Saturno… Mercurio… El siglo XVIII acaba y parece que la Luna está pasada de moda; en cambio, el hombre (para la Historia el hombre se llama François Pilâtre de Rozier) no ha efectuado más que un vuelo de veinticinco metros, sujeto a un globo, mientras que la Luna sigue ahí, tan inalcanzable como siempre.

El siglo XIX es el del romanticismo, y nuestro querido satélite, más que nunca, se convierte en el refugio de los lamentos de las almas soñadoras, en el ídolo de los poetas mayores y menores. Al menos hasta la llegada de Julio Verne, donde todo comienza a adquirir un tono “peligrosamente” real y realizable… Verne hace surgir de su pluma a Barbicane, Nicholl y Michel Ardan, protagonistas de las dos novelas, De la Tierra a la Luna y Viaje en torno a la Luna. En ellas se relata la extraordinaria empresa que permitió a estos tres bigotudos caballeros “entrar en órbita” alrededor de la Luna, a bordo de un enorme proyectil, disparado por un mortero (el “Columbiad” montado en un hoyo de 100 metros de profundidad “a 27º 7´ de latitud Norte y 5º 7´ de latitud Oeste” (es decir, ¡en Cabo Cañaveral!... así que, o había un ilustrado y valiente bromista en la dirección del proyecto norteamericano de la NASA, o don Julio era vidente además de visionario).



El siglo XX se abre con un título profético, Los primeros hombres en la Luna, escrito por H.G. Wells. Con el progreso científico y los rápidos adelantos de la astronáutica, las narraciones sobre los viajes a la Luna se hacen mucho más frecuentes. En 1904, el físico ruso Konstantín Tsiolkovsky, escribe Filosofía Cósmica, donde especula sobre el futuro de la humanidad, planteando la conquista eventual del cosmos. Suya es la famosa frase: “La tierra es la cuna de la humanidad, pero no se puede vivir en la cuna para siempre”. Tsiolkosvky escribió más de 500 trabajos sobre viajes espaciales, llenos de bosquejos de cohetes de propulsión líquida, y repletos de multitud de temas relacionados con la astrofísica que sirvieron de inspiración y base para los futuros ingenieros soviéticos, que fueron los que acabaron poniendo en órbita, entre otros, a la perrita Laika y al gran Yuri Gagarin. El siglo XX es, también, el siglo del cinematógrafo. El film de Meliès, Viaje a la Luna, de 1902, proyectó en esta caverna platónica llamada Tierra, los sueños que durante miles de años los humanos habíamos tenido sobre llegar a la Luna.




Por primera vez en la historia de la humanidad, los avances científicos y tecnológicos corrían en paralelo a las históricas ansias de surcar el cosmos. Ahora sí resultaba evidente que sólo era cuestión de tiempo, de muy poco tiempo… Así que los temores comenzaron a ser otros. Las dos guerras mundiales casi hicieron olvidar todos esos cómicos deseos, pero aún así seguían surgiendo novelas sobre el tema. Comenzar a nombrar escritores sólo nos llevaría a olvidar a otros (¿por dónde empezamos, por Karel Capek, Alexander Bogdánov, Alexei Tolstoi, Edgar Rice Burroughs, Issac Asimov, Stalislaw Lem o Philip K. Dick?), así que sólo haremos el amago.




El mundo que quedó después de la II Guerra Mundial ya no era el mismo: había hambre, había tristeza, había muerte y había miedo. Miedo a que la próxima contienda fuese definitiva. El comunismo y el capitalismo habían descubierto el arma definitiva. El terror que se había desatado en Hiroshima y Nagasaki, si se repetía, sólo podía ser peor. El gran conflicto que parecía estar a punto de desatarse sería el que hiciera desaparecer a la humanidad definitivamente. En este sentido, fue la industria cinematográfica la que más prolíficamente nutrió la imaginación (núbil o apesadumbrada) de los hombres. Mientras la URSS intentaba encontrarse a sí misma después de la hecatombe que supuso el terror stalinista, su producción cinematográfica en este sentido fue escasa pero con impronta. De 1935 es El vuelo espacial, donde se cuenta la historia de un grupo de científicos que trabajan en la creación de una nave espacial llamada Iósif Stalin, llena de efectos especiales soberbios y asombrosos para la época. También es obligado mencionar El planeta de las tormentas, de 1961, donde un grupo de cosmonautas soviéticos vuelan a Venus, o Nebulosa de Andrómeda, de 1967, donde también se narra un viaje espacial, pero esta vez hacia un planeta imaginario.



Por su parte, en los Estados Unidos se pusieron todos los medios para erradicar el comunismo de su territorio: se crearon comités de conducta, y surgió la tan conocida Caza de Brujas del senador MacCarthy y el comité de Actividades Antiestadounidenses. Durante los años cincuenta surgieron innumerables películas, llamadas de Serie B, con pocas pretensiones pero con argumentos delirantes, realizados en un momento álgido de la Guerra Fría. Aquellas películas intentaban sublimar y canalizar todo ese miedo. Ultimatum a la Tierra (The Day the Earth Stood Still, 1951) de Robert Wise, es uno de los clásicos indiscutibles, así como La Guerra de los Mundos (War of the worlds, 1953), basada en la novela de H.G. Wells. Merecen también ser nombradas Invasores de Marte (Invaders from Mars, 1953) y la sublime La invasión de los ladrones de cuerpos de Don Siegel, estrenada en 1956. Es cierto que en ellas hay poco viaje espacial y sí mucha invasión alienígena a la Tierra, pero quien lograra sobreponerse al susto de ser abducido, seguramente soñara con surcar el espacio. También es cierto que se hacían joyas más enfocadas a lo que nos ocupa, como Planeta Prohibido (Forbidden Planet, 1956), basada en La Tempestad de Shakespeare. Paradigma y colofón de toda esa ebullición cinematográfica es Batalla más allá del sol, película de ciencia ficción rusa, filmada en 1959 y dirigida por Mikhail Kayukov y Aleksandr Kozyr, donde se habla de “la carrera espacial” de dos naciones futuras que compiten por convertirse en los primeros en llegar a Marte. En 1962, Roger Corman compró y remontó el film, haciendo dirigir algunas escenas a Francis Ford Coppola, el cual utilizó el seudónimo de Thomas Colchart para realizar la labor. Fue definitivamente durante los años sesenta cuando el tema se desborda de tal modo que impregna todos los ámbitos, televisión incluida, por supuesto, desde la que surgen series inolvidables como la inglesa The Thunderbirds (1965) o las series de animación de Hanna Barbera, The Jetsons (1963, llamados Los supersónicos en español), The Space Kiddettes (1966, Meteogro y los niñonautas del espacio). Incluso The Beatles, en su versión cartoon, viajaron a la Luna. 

La guinda la puso Frank Sinatra al grabar en 1964 el tema Fly me to de Moon, epítome de los cientos de canciones que tienen como protagonista a tan ansiado astro. Con todo ello, no es de extrañar que 600 millones de espectadores acabasen viendo en 1969 la retrasmisión del alunizaje “real” (cada cual que quite o mantenga las comillas). Porque, mientras la ficción seguía alimentando ese ancestral sueño de surcar el cosmos, dos hombres totalmente opuestos estaban dispuestos a llevarlo por fin a cabo. De un lado, Sergei Pavlovich Korolev, ingeniero comunista, el Diseñador Jefe, responsable de todos los éxitos soviéticos en este campo, entre otros el de poner el primer satélite artificial en órbita, conseguir la primeras imágenes del lado oscuro de la luna, enviar los primeros satélites a Marte y Venus, o lanzar al primer hombre al espacio con éxito, orbitando alrededor de la Tierra, y devolverlo con vida… Y del otro lado, Werhner von Braun, ingeniero alemán de pasado nazi, creador de los temidos misiles V-2, rehabilitado por los Estados Unidos y puesto al frente de la NASA, artífice final de ese pequeño paso que dejó una huella indeleble en la superficie lunar.

No deja de resultar curioso cómo, después de todo este largo recorrido trufado de obras que daban rienda suelta a ese deseo de llegar a la Luna, una vez que por fin pudimos conseguirlo, la hayamos desterrado de nuestros sueños estelares y la pobre Selene haya dejando de ser objeto y señora de tan bellos anhelos de libertad y aventura. Con todo, la Luna fue nuestro primer amor, y eso nunca se olvida.




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